Saltar al contenido

Los imaginarios sociales sobre el infierno en la pintura de Hernando de la Cruz

  • por

Los imaginarios sociales sobre el infierno en la pintura de Hernando de la Cruz

En el evento Barroco Vivo desarrollado por la Alcaldía de Quito a través del Instituto Metropolitano de Patrimonio, se presentaron en el auditorio de la Academia de la Lengua, 6 conferencias académicas para redescubrir las diferentes manifestaciones del barroco quiteño.

El 26 de noviembre la doctora Susan Rocha Ramírez presentó la conferencia: Los imaginarios sociales sobre el infierno en la pintura de Hernando de la Cruz. Para conocimiento de toda la ciudadanía presentamos el siguiente resumen preparado por la expositora:

En 1629, mientras la Compañía de Jesús de Quito se encontraba aún en construcción, el confesor y guía espiritual de Mariana de Jesús, Hernando de la Cruz, pintó dos lienzos de gran formato: el Infierno y. la Gloria de los predestinados. Ambos, de similar medida, fueron colocados uno frente al otro, justo a la entrada del templo. Por ello, los destinatarios del cuadro fueron quiteños y quiteñas que acudían a la misa, la dirección espiritual, la confesión, etc. dentro de la iglesia, o que estaban de paso por la ciudad. Por su ubicación, se puede pensar que el cuadro constituía una vista obligada relacionada con las prácticas religiosas del lugar. De esta forma, la tela estaba rodeada de olores a incienso, mirra, parafina, de aromas corporales; del sabor de la hostia, del sonido de rezos, cantos, misas, sermones e historias ejemplares; este contexto configuró una manera particular de mirar el Infierno, sentirlo, imaginarlo e interpretarlo, según los parámetros de jesuíticos.

El Infierno de Hernando de la Cruz bien pudo provenir de un grabado europeo; y al mismo tiempo contener y expresar tanto al imaginario jesuita sobre el fuego eterno como a prácticas sociales entonces consideradas pecaminosas que fueron ampliamente develadas gracias a las Visitas Generales y a los escándalos públicos acontecidos un poco antes de que la pintura se elabore. Esto se debe a que de entre todos los temas religiosos que existen, la Compañía de Jesús decidió representar al Infierno como un tema central y colocarlo frente a su total opuesto, la Gloria de la salvación. Quienes asistían al templo se encontraban de esta manera, justo en el centro de las dos postrimerías, lugar que representaría al Juicio Final, instante que definiría su destino en el Más Allá.

El libre albedrío era entonces uno de los problemas centrales del pensamiento, pues era allí donde acontecía la lucha eterna entre el bien y el mal. Por ello, la imagen barroca se enfocaba en persuadir a los seres humanos en el uso adecuado de su libertad. Las relaciones entre el templo y la población se basaban precisamente en la capacidad de la iglesia de conmover los sentimientos, el entendimiento y la voluntad de su audiencia durante el siglo XVII. Igualmente, el libre albedrío fue un campo de luchas simbólicas entre lo terrenal y el Más Allá, ya que la vida se consideraba eterna, se pedía recordar los temas novísimos, que son la muerte, el juicio universal, el infierno y la gloria para ser prudentes en la tierra y evitar la condena eterna. De esta forma, la idea de la muerte guiaba, o debería guiar, la manera de ser parte del mundo.

En la recepción de la pintura están presentes las formas en que los jesuitas imaginaban el infierno, apelando a la memoria de su experiencia sensorial, al uso voluntario de los cinco sentidos para ver, palpar, gustar, oler y oír el horror que presupone la carne humana quemada, podrida y eternamente viva, maldiciendo y gimiendo por toda la eternidad su desventura. Esto mientras frente a sus ojos se encontraba la claridad y belleza de quienes habitan eternamente la Gloria, también experimentable con los sentidos. Así, el Más Allá se volvió aprehensible, reconocible y muy cercano a lo terreno. De esta forma, a la recepción del infierno se integraron historias ejemplares narradas por miembros de la Compañía de Jesús con relatos sobre el amancebamiento, hechicería, lujuria, robo, impenitencia, blasfemia, adulterio, etc., que prueban usando el exemplum retórico, la existencia del Más Allá.

Al recordar el infierno, existía una relación entre pecado y castigo que se apreciaba como una forma de justicia. En otras palabras, se castigaba a la parte del cuerpo que cometía el delito. Al ver con los ojos de la imaginación enlazan a la imagen con un lugar. El aporte ignaciano para la representación e interpretación del Infierno fue activar la imaginación mediante sensaciones corporales dentro de un espacio donde el ejercitante se representa a sí mismo una verdad sacra en la cual el ser humano participa como protagonista. Junto a la práctica de ejercicios espirituales se debía procurar tener una buena muerte, la agonía era un momento decisivo de la vida porque podía guiar a la gloria o al infierno. La muerte era un espejo quebrado de la vida y maestra de la existencia que debía vivirse pensando siempre en el Juicio Final. Mercado narra cómo varias personas, en especial indígenas, miraron en sueños o al morir y resucitar el fuego eterno; y esa imagen los persuadió para ir al buen camino.

Gracias a las historias ejemplares se puede acceder a la forma en que los jesuitas miraban a su audiencia. Una particularidad de estos relatos consiste en que los protagonistas de estas historias eran precisamente los miembros de la sociedad quiteña, indígenas, mestizos, mulatos, criollos, cuyas prácticas e ideas eran conocidas a través de la confesión, los textos levantados en sus viajes de evangelización y las pesadillas sobre el fuego eterno, consideradas como una experiencia vivida. La Compañía de Jesús a través de la Virgen de Loreto, de sus historias ejemplares y sus procesos de evangelización integró a los indígenas entre sus fieles, como almas salvadas de las garras del demonio. La mujer se incluyó en los extremos de la lógica binaria, como beata o como murmuradora, vana, lujuriosa y serpiente tentadora. La audiencia del Infierno era diversa en lo cultural, lo étnico y lo genérico y a todos les proponía la confesión como una forma de expiación.

Los cuerpos terrenales de estas personas eran vistos como el escenario en el cual el demonio podía penetrar para ocasionar el pecado, pero al mismo tiempo, eran el lugar que mediante la dura penitencia, el ayuno y la abstinencia podía conducirlos al cielo. La penitencia era la mejor forma de expiar las culpas, porque partía de un sentimiento de remordimiento y llegaba al autocontrol, a través de la domesticación del cuerpo que sangra y siente dolor. Era uno de los principales ejercicios espirituales de un cristiano virtuoso. Esto debería conducir a la práctica consciente y sistemática del bien para evitar el infierno. Por ello, Mariana de Jesús era un ejemplo de virtud, concebida dentro de la moral jesuítica. Muchos quiteños y quiteñas de las historias ejemplares de Pedro de Mercado realizaron verdadera penitencia, solo después de ver a su muerte en su memoria, de soñar con sus propios cuerpos consumidos y torturados en el Más Allá. Por ello, desastres naturales y enfermedades se consideraban como castigos merecidos que concluyen cuando se multiplican las disciplinas y los ayunos que los sustituyen. En estos momentos la iglesia jesuita ayudaba a bien morir.

Las dos Visitas Generales, de Juan de Mañozca y Zamora, realizada entre 1624 y 1625 y de Galdós de Valencia entre 1629 y 1632, ocasionaron formas de culpa, temor y preocupación social que produjeron una necesidad de expiación colectiva. Evidenciaron prácticas corruptas de las autoridades y los religiosos, quienes debían velar por el orden social; y en vez de ello realizaban actos de simonía, lascivia, lujuria, hurto, robo, blasfemia, abuso de poder, favoritismo, etc. Por ello, es fácil imaginar rumores, tensiones, sudores, temblores corporales, pesadillas y violencias alrededor de los escándalos que involucraban a los mandos civiles, a los religiosos y a la población, durante estos años. Al mismo tiempo, epidemias y desastres naturales fueron percibidos como una pequeña prueba de lo que será el castigo divino durante toda la eternidad; y son vistos como una ocasión para ejercitarse en la virtud.

La historia ejemplar de Hernando de la Cruz lo presenta como un cristiano virtuoso por la práctica de ejercicios espirituales. Mensaje que concuerda con lo que el Infierno debía transmitir. Así se fomentó la redención a través del dolor, el miedo y la culpa. Vivió y murió acompañado de “vecinos principales” de la ciudad, de los miembros de la orden jesuita, de la mercedaria, de las monjas de tres conventos femeninos en los cuales era director espiritual. La imagen del héroe, vencedor del demonio se presenta análoga al cristiano virtuoso que triunfa finalmente en el momento de la muerte. De la Cruz triunfó sobre su vida anterior a haberse convertido en un hermano lego, triunfó sobre sus historias galantes, sus líos de espadas, su vida animada y sobre el homicidio.

Su Infierno, según sus biógrafos, lograba confesiones y conversiones admirables en quienes la miraban. Se describe como muda y eficaz predicadora; famosísima en Quito. El pintor y su pintura en cumplían la misma función. Hernando de la Cruz tenía ganado el cielo, entre otras cosas, gracias a su pintura sobre el infierno, por la particular gloria que representó para el templo en la persuasión de los fieles.

Finalmente, el Barroco americano se desarrolló dentro de una situación colonial, por ello, era de especial importancia regular los comportamientos sociales en para sostener esa situación. Dentro de este marco social, Hernando de la Cruz fue un hermano lego; pintor, profesor de pintura, lector de textos teológicos y jurídicos, confesor y guía espiritual. Su vida no es la de un hermano lego. Tal vez por falta de sacerdotes o tal vez porque aunque carecía de educación era noble, Hernando de la Cruz ejerció algunos oficios de sacerdote.