La antigua paleolaguna de Añaquito (o Iñaquito) constituye uno de los elementos más importantes del patrimonio desaparecido de Quito, que se encontraba ubicado en el actual territorio del Parque La Carolina, en el corazón financiero y comercial de la ciudad moderna.
Durante el período incaico, esta laguna formó parte integral de la geografía sagrada del asentamiento, alineándose estratégicamente con la cima del Yavirac y la laguna grande de Turubamba en el eje noreste, tomando como punto focal el Panecillo. Los cronistas españoles documentan que el Inca Huayna Cápac mandó construir dos lagunas artificiales en estas tierras, una destinada “para la caza de patos y garzas y otra de aves”, con propósitos recreativos y ceremoniales para la élite imperial.
La gran laguna de Añaquito se alimentaba de un arroyo que bajaba de una quebrada en el Pichincha y su desaguadero descendía hacia el río Machángara, constituyendo una lámina de agua poco profunda que en épocas de sequías permanecía como pequeños pantanos. Su formación se relaciona con procesos del Pleistoceno, cuando los períodos glaciares cubrieron la región con hielo que se derritió progresivamente debido al cambio climático natural.
Durante la época colonial, los españoles procedieron a drenar los terrenos pantanosos para convertirlos en zonas de uso agrícola y urbano. Para el siglo XIX, las lagunas artificiales se habían secado, quedando pequeños remanentes llamados totorales. A inicios del siglo XX, el área constituía parte de la “Hacienda La Carolina”, propiedad de Carolina Barba Aguirre primero, y luego adquirida por su hermana María Barba de Urrutia, dedicada al pastoreo debido a las docenas de ciénegas y lagunillas que hacían imposible un uso agrícola extensivo.
En 1939, la mayor parte de la hacienda fue vendida al Municipio de Quito por la heredera, María Augusta Urrutia Barba, iniciando su transformación en un espacio verde público. Actualmente, el Parque La Carolina conserva un importante valor arqueológico como testimonio de los sistemas de manejo territorial incaico y mantiene viva la memoria del territorio lacustre original, funcionando como refugio verde en el corazón comercial de Quito.